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La idea del Maligno pone en jaque al Todopoderoso.
Para los cristianos, el Diablo es la personificación del Mal Supremo, el enemigo de Dios. Ninguna otra religión posee algo parecido, un ser que represente la causa última del mal. Y este es el problema al que lleva enfrentándose la teología desde hace siglos. Si Dios es el creador de todo, también ha tenido que crear al Diablo. Algo paradójico, por mucho que se trate de eludir usando “los más sutiles artificios sofísticos”, como decía Herbert Haag, uno de los teólogos más perspicaces en cuestiones demoníacas de la segunda mitad del siglo XX.
El ejemplo reciente más claro lo da José Antonio Fortea, arcipreste de Alcalá de Henares desde 2001 y famoso especialista en demonología y exorcismo, que defiende la postura de los teólogos dogmáticos católicos: “Los ángeles debían pasar una prueba en la que demostrarían su amor a Dios”. Por supuesto, fallaron y se rebelaron y, cómo no, al final hubo la clásica batalla entre buenos y malos. Según Fortea, “fue una batalla intelectual”, porque es evidente que los ángeles son espíritus y no pueden blandir espadas ni lanzar bombas atómicas. Los buenos argumentaban a favor de la fidelidad a Dios y los malos defendían la rebelión. Esta conversación de miles de millones de ángeles se saldó con bajas de un lado y otro. Una vez que cada ángel decidió su bando, la partida quedó en tablas.
Otra pregunta de los teólogos es por qué Dios no aniquila al Diablo. Nuestro exorcista patrio nos rebela el gusto del Todopoderoso por los juegos de guerra. “Ha dispuesto permitir que haya una guerra entre el bien y el mal para que los hombres puedan decidirse por un camino o por otro. Además, no se puede negar que los demonios le vengan bien a largo plazo, pues cuando no haya hombres sobre la tierra a los que tentar, la existencia de los demonios será una manifestación de la gloria de Dios”.
¿Es una criatura de Dios o su homólogo malvado?
¿Pero cuál fue, en definitiva, el pecado del Demonio? Tomás de Aquino sentó cátedra: la soberbia, la pretensión de ser igual a Dios. Este acuerdo entre los teólogos dogmáticos se rompe a la hora de evaluar cuántos ángeles cayeron en sus redes, aunque la mayoría sustenta que fueron pocos.
Para los católicos, el Diablo ha ejercido una influencia determinante sobre el curso de la historia humana, que terminará el día del Juicio Final con la derrota de Satán y sus adláteres. Esto ocurrirá durante una lucha parecida al Ragnarök de la mitología nórdica. Todos los detalles de la famosa batalla final –quién morirá, quién será herido y quién ganará– están decididos de antemano.
“El hombre no tiene más opciones, o se somete a Dios o se somete al Diablo”, escribía el teólogo Michael Schmaus en su Dogmática. ¿No es esto una muestra del dualismo negado por el catolicismo? Entre los evangélicos, la pirueta lógica para justificar su existencia es aún más enrevesada. Saben que podrían extrapolar al Malo y sacarlo fuera de la buena creación de Dios, pero eso lo convertiría, por fuerza, en una especie de antidiós, lo que lleva a un inadmisible dualismo. Tampoco pueden asumir que Dios, infinitamente bueno y misericordioso, haya creado al Diablo. ¿Qué opción les queda? Dejemos hablar a una de las personas que más ha influido en la teología evangélica de mediados del siglo XX, Karl Barth: “Dios es, en su presciencia, señor y causa del ser y también señor –pero no causa– del no ser”. Ahí es donde encaja el Diablo: ha sido querido pero no creado por Él. Surge de la nada, del no ser que Dios dejó a un lado en la creación. Sin embargo, para el gran teólogo de la primera mitad del siglo XX, Rudolf Bultzmann, que se esforzó en limpiar la figura de Jesús de todo contenido teológico para descubrir al verdadero hombre, el Diablo, los ángeles y los demonios no son más que una figura mítica: “El pecado es asunto exclusivo del hombre, no ha sido causado por el Diablo”.
Fuente: Muy interesante.